Lideró Los Reconoces durante doce años, se reconvirtió en LUTER para expandir su esencia y ha inundado de filosofía el rock. Eduardo García Martín es tan buen conversador como oyente, y su sinceridad ha despertado tanta fascinación como enfados. Dice que todo eso es el precio de decidir estar vivo…
Quienes le conocen cuentan que LUTER despierta en los demás una curiosa mezcla de ternura y admiración, una extraña aleación entre la cercanía de quien cala hondo con su arte y la distancia del creador carismático. Sus trabajos discográficos (seis discos) y literarios (dos libros de poemas) se ven siempre envueltos en complejas reflexiones que milagrosamente consiguen conectar con las emociones de los que, desde el otro lado, le conceden el peligroso galardón de “artista de culto”.
“Existe una cosa misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esa cosa es el tiempo”. Una vez escuché a Luter hablar de ese fragmento de “Momo” (Michael Ende) en un bar. Tal vez porque él sí es una de esas personas que se permiten pensar en ello desde que, con ocho años, se dio cuenta de que la vida tiene un fin, lo que la convierte, según él, en “absurda y bella al mismo tiempo”. Desde entonces, su discurso gira en torno a “la importancia de darse cuenta de que estamos vivos”.
DE FUERZA Y RESISTENCIA
Con apenas cinco años, Eduardo -al que aún no habían apodado Luter- ya grababa canciones en un antiguo radiocasete.“Me grababa cantando sintonías de dibujas animados. Luego, con siete años, a mis padres les tocó una guitarra en una tómbola. Con el tiempo me pareció curioso que no eligieran el jamón en vez de la guitarra. La dejaron en casa y yo pasaba horas aporreándola, me hacía callos en los dedos, pero no lograba sacar ni una nota”, relata.
Efectivamente, no fueron las suyas las primeras notas que despertaron su interés por la música, sino las que salían de las canciones de El Último de la Fila. “A los doce años, un amigo del cole me puso el vinilo de ‘Como la cabeza al sombrero’ -recuerda- y me marcó. Después fue un primo de mi primo quien me descubrió el ‘Más madera’ de Leño. En ese momento, pensé: yo quiero hacer eso. Creo que no tardé en escribir mi primera canción”.
Empezó a componer con quince años y, a partir de ese momento, su mente -ya un torbellino creativo- le empujó a no detenerse, compaginando siempre la creación de grupos (Los Reconoces, Ginevra Benci, Luter) con incursiones en el mundo literario (“Alegría, Raíz y Viento” y “Como si nunca existieran fronteras en los besos”). “Desde el principio me lo tomé muy en serio. Busqué montar una banda, impuse los primeros ensayos, y siempre quise tocar más canciones propias que versiones, al contrario de lo que suelen hacer los grupos al principio”. Tal vez esa constancia nacía de las sensaciones que desde joven, y pese a iniciar estudios de Filología Hispánica, le provocaba imaginarse lejos de la música: “No creo que hubiese sido feliz haciendo otra cosa, me cuesta demasiado imaginarme dedicándome a algo que no sea la música”, cuenta. Sin embargo, su imaginación infantil le llevó, en una ocasión, a visualizarse en otra profesión: pollero. “Cuando era muy pequeño, pegaba la cara al cristal de la pollería del señor Amancio, que así se llamaba el dueño, y pensaba que podría ser pollero, me caía muy bien, tenía mucho arte… -rememora entre risas-. Con los años, me ha parecido un poco sádico haber pensado eso, pero sólo era un niño”.
EL MUNDO TRAS LA PALABRA
La personalidad actual de Eduardo conserva mucho de aquel niño que pegaba la nariz al cristal de la pollería, pues su vida nunca se ha desligado de la observación y la necesidad de aprender, como ha reflejado en cada uno de sus discos. “Mi discurso está en mis canciones o en mi poesía, detrás no hay nada oculto, no me escondo. Últimamente me dicen que soy difícil de conocer, pero es que hay gente que habla demasiado de un mismo tema, y no tienen nada interesante que decir… Me gusta conversar y no pido conversaciones intelectuales pero sí interesantes, y eso no es fácil de encontrar”.
Además de conversar, el músico de Lacoma ha hecho de la literatura otra de sus pasiones, y no es raro encontrarle escribiendo en alguna de las máquinas de escribir que colecciona. “En el colegio me atraían mucho los libros y la escritura, de vez en cuando me llevaba a mi casa libros de la biblioteca sin permiso, tampoco los vigilaba nadie. A los ocho años gané un concurso por escribir un cuento sobre una rana que era coja… El premio, que era ir al Zoo gratis, se lo regalé a un compañero de clase. Ya en el instituto publiqué mis primeras poesías en una revista llamada Borrador“. Dice entre risas que el primer libro que le marcó fue “El Pirata Garrapata”, pero se confiesa amante de clásicos como Miguel de Unamuno, Samuel Beckett, Pío Baroja o Valle Inclán.
Aunque asegura tener casi terminada una obra de teatro que algún día espera llevar a escena, la pluma de Luter siempre se ha sentido más atraída por la poesía. “La poesía -explica- está hecha para no darte de cabezazos contra un muro cuando tienes algo que expresar, y en todos esos sentimientos, evidentemente está el amor y, en la mayoría de los casos, el desamor”. En eso, para él, son especialistas “Miguel Hernández, García Lorca y Antonio Machado, además de Mario Benedetti, León Felipe, Jaime Gil de Biedma, Vicente Aleixandre, Ángel González, Quevedo, Fernando Pessoa y otros muchos”.
A CORAZÓN ABIERTO
Cada vez vive más alejado de la pose, la ambición asfixiante y la vanidad de una rockstar, por eso no logra entender que la industria premie, tan a menudo, al continente sobre el contenido. Reconoce que no ha tenido una carrera musical fácil, pero -lejos de arrepentirse de los errores- cree haber aprendido unas cuantas lecciones. “He malgastado muchos abrazos con gente que nunca me ha correspondido, pero ya no pierdo ni un minuto más con ellos, ahora los veo venir“.
Al margen de la tragedia y oscuridad con la que la literatura retrata a músicos y escritores, Luter se considera una persona optimista, apasionada y dispuesta a hacer una inmersión en cualquier faceta artística que se cruce en su camino. Por eso, su día a día transcurre entre composiciones, literatura (ha creado junto a sus mejores amigos una tertulia literaria mensual), el cine (se considera seguidor de excepción de Woody Allen) y ahora, también, la fotografía: “Siempre me ha interesado mucho captar instantes, supongo que es algo que llevo de serie”. Sin embargo, sería difícil retratar los instantes de Eduardo García Martín, esos que siempre acaban en borrachera… de palabras. Y, cuando él se va, como dice Michael Ende en “Momo”, “los hombres grises se han ido de nuevo, y nunca vuelven a aparecer”.
También ha dicho…
El mayor premio de mi vida es el hecho de estar vivo.
No estoy en contra de la tecnología, todo lo contrario, pero hay un punto deshumanizado. Ahora, con el Whatsapp, todo el mundo se manda mensajes en una mesa de un bar, pero nadie se mira a los ojos, ni se pregunta qué tal está el que está sentado enfrente.
Kutxi Romero y yo tenemos una manera particular de ver la vida que coincide en muchos sentidos. Kutxi te enseña las cosas con pasión, y eso cuesta mucho encontrarlo. Somos muy parecidos y le considero un amigo, que en estos tiempos es decir mucho.
Me encanta cómo retrata Woody Allen las relaciones humanas, con qué elegancia critica los cánones establecidos. Dentro de cada película suya hay mil referencias musicales, literarias… y en eso se parece mucho a mí. Y en que es un hipocondriaco.
El amor existe y evoluciona dentro de cada uno, el problema es que muchas veces lo presionamos para que esté en un primer plano de nuestras vidas, y es entonces cuando se esconde.
Fuente: http://desdeelbackstage.wordpress.com/2014/04/21/eduardo-garcia-martin-luter-la-cancion-del-poeta/